“Solo sé que no sé nada“

“Mucha gente me pregunta por qué escribo estas publicaciones. Y, sobre todo, por qué ese nombre: Dummies. ¿No suena un poco ofensivo?” Buena pregunta. La respuesta corta: porque todos, en algún momento, somos dummies. Y la larga… empieza con una paradoja que arruina debates familiares, carteras de inversión y hasta carreras políticas: el efecto Dunning-Kruger. ¿Te suena ese jefe que toma decisiones firmes con datos que no entiende del todo? ¿Ese colega que se cree gurú porque ha leído un hilo en Twitter? ¿Ese directivo que cree conocer la realidad… sin haber pisado nunca la trinchera? Pues eso: el efecto Dunning-Kruger. Cuando sabes tan poco que ni siquiera sabes lo poco que sabes. Una especie de espejismo profesional que convierte la ignorancia en seguridad… y el PowerPoint en religión. Y hablando de alta fe en datos cuestionables, hoy te traigo la historia de Don Métricus: el jefe que lo sabía todo… menos lo que realmente pasaba.

TEMA SEMANAL ABIERTO

SANTI CULLELL

5/17/20257 min read

“Manual para equivocarte con seguridad (y parecer experto en el intento)”


Cómo el efecto Dunning-Kruger se pasea en traje y corbata por los despachos de medio mundo.

Don Métricus era un mando intermedio modelo. Siempre sonriente, siempre disponible. “Mi puerta está abierta”, decía, aunque todos sabían que abrirla sin cita era una forma sutil de suicidio laboral.

Cada lunes veneraba sus dos pantallas de datos, rodeado de KPIs, dashboards y una taza de café con la frase: “Sin métricas, no hay paraíso.” Sabía los resultados. Sabía los objetivos. Sabía las tasas de conversión hasta con decimales. Lo que no sabía era que su equipo estaba al borde del colapso emocional.

Y no lo sabía porque, en Corporación Sí, Señor, decir la verdad se consideraba… imprudente. Allí sobrevivía quien hablaba con entusiasmo, hacía la pelota con estilo y jamás —¡jamás!— decía que algo iba mal.

Métricus se creía cercano. “Yo estoy en contacto directo con mi gente”, decía, convencido. Lo que no decía era que ese “contacto” consistía en preguntar con sonrisa fija: “¿Todo bien, verdad?” Y si alguien empezaba una frase con “la verdad es que…”, la cortaba con un elegante: “Seguro que eso tiene una lectura más positiva.

A veces parecía que, en lugar de liderar un equipo, dirigía un musical. Todos afinados, sonrientes, sin salirse del guión. Hasta que el telón se cayó.

Una productora llamó. Querían grabar un episodio de “El Jefe Infiltrado” en la empresa. La directiva, entusiasmada con la oportunidad de mostrar su "modélico entorno laboral", aceptó sin pestañear. Métricus, por supuesto, se ofreció voluntario para protagonizar el experimento. Le maquillaron, le pusieron un uniforme de operario de almacén y hasta le cambiaron el nombre. Por primera vez en años, nadie le llamaba "jefe".

Y así, con el micro oculto bajo la camisa y una cámara en la gorra, descendió —literalmente— al mundo real.

Allí descubrió algo muy distinto al PowerPoint de la última reunión trimestral: operarios con dolores crónicos que nadie registraba porque "no eran parte del KPI de salud laboral". Turnos eternos que no cuadraban con los informes de recursos humanos. Clientes perdidos sin trazabilidad. Y, lo más doloroso, empleados que solo se atrevían a decir la verdad cuando creían que hablaban con un becario temporal.

Una compañera le susurró mientras se servía su comida en el microondas: “Aquí todo el mundo sonríe por fuera… y aprieta los dientes por dentro.” Lo dijo sin apenas mirarle, como si ya supiera que hablar demasiado podía salir caro. Métricus, en su papel de becario, simplemente asintió, tratando de ocultar la punzada de culpa que se le colaba por el cuello del uniforme.

A los pocos minutos, otro operario —con mono manchado de grasa y mirada agotada— se le acercó mientras bebía de una botella de agua reutilizada. Al ver que "el nuevo" escuchaba con atención, se animó: “Lo peor no es que las cosas vayan mal. Lo peor es que nadie arriba quiere saberlo.” Hizo una pausa, bajó la voz y continuó: “Nos piden resultados, pero no nos preguntan cómo los conseguimos. Y si te atreves a hablar, te conviertes en el siguiente en la lista de los prescindibles.” Otro compañero intervino desde una esquina del comedor, sin levantar la vista del móvil: “Aquí se promociona al que finge entusiasmo, no al que señala los fallos. Así que todos callamos, todos fingimos, y el Excel sigue bonito.”

Lo que Métricus estaba presenciando no era solo desmotivación; era una cultura de silencio institucionalizado, de supervivencia en modo automático. El tipo de entorno donde nadie dice lo que piensa… hasta que es demasiado tarde. Y entonces entendió. El silencio no era una señal de satisfacción, sino un mecanismo de supervivencia. La positividad obligatoria no era motivación, era miedo decorado con emojis.

Y había algo más. Durante los últimos años, la dirección —él incluido— había impuesto un ritmo de trabajo insostenible. Había una frase que se repetía en cada comité: “Esto es como una maratón… pero hay que correrla al sprint.” Lo decían con orgullo, como si presionar a los equipos hasta el límite fuera un signo de excelencia. Los objetivos se cumplían —eso sí—, pero a costa de salud, motivación y sentido común. Luego, cuando las métricas empezaban a caer, aplicaban el mismo método… esperando que los resultados mejorasen. Como si a un motor gripado se le pudiera arreglar pisando más fuerte el acelerador.

Esa jornada, que empezó como una grabación anecdótica para mejorar la reputación interna, se convirtió para Métricus en una sacudida de realidad. Un espejo roto que mostraba todo lo que los informes cuidadosamente editados nunca contaban.

Al quitarse el disfraz frente a las cámaras, el silencio fue denso. Métricus no sabía si llorar, pedir perdón o actualizar su Excel en modo arrepentimiento. “Ahora entiendo por qué no veía lo que pasaba”, dijo. “No es que nadie me lo dijera… es que yo no quería escucharlo.” Las pantallas de sus KPIs, esa tarde, seguían verdes. Pero él ya no las miró igual.

Aunque el programa iba a emitirse, nunca salió a la luz. La compañía era lo suficientemente poderosa como para anular su emisión mediante una suculenta campaña publicitaria que ensalzaba sus bondades y su supuesto compromiso con la sociedad. La verdad quedó enterrada bajo una montaña de anuncios bien diseñados y eslóganes inspiradores.

Desde entonces, Métricus siguió usando Excel… pero también usa una libreta. Y en la primera página hay una frase escrita a mano: “No olvides salir de la caverna.” Aunque su testimonio había sido sincero, la empresa no tardó en tomar medidas. Como siempre, justificó sus carencias con castigos de difícil argumentación: Métricus fue inmediatamente promocionado al prestigioso Departamento del Cementerio de Elefantes. En su lugar, ascendieron a alguien más obediente, alguien dispuesto a seguir las métricas sin cuestionarlas. Porque puedes cambiar el propósito de una organización con eslóganes bien diseñados… pero la cultura empresarial, esa no se transforma tan fácilmente.

Durante años, Don Métricus vivió como los prisioneros del mito de la caverna de Platón: viendo sombras (gráficas), oyendo ecos (reportes), creyendo que todo eso era la realidad. Y eso es el efecto Dunning-Kruger en versión ejecutiva: no solo no saber, sino ni siquiera sospechar que podrías estar equivocado… Porque todo “parece ir bien”. Hasta que un día, disfrazado y sin querer, vio el fuego detrás de las sombras. Y entonces entendió que la seguridad sin humildad es peligrosa, que los datos sin contexto engañan y que la verdad rara vez está en las slides.

Desde entonces, Métricus pregunta más, escucha mejor y acepta respuestas incómodas. Ya no forma parte de las plataformas de promoción de la empresa; fue relegado a un departamento de bajo valor estratégico. Pero lejos de amargarse, ha redirigido sus prioridades: hoy dedica más tiempo a proyectos personales, a su familia y a sus amigos. Porque a veces, salir de la caverna también implica salir del edificio.

Porque como dijo Sócrates —ese influencer de la sabiduría incómoda—:

Solo sé que no sé nada.
Y si eso no cabe en un
KPI… mejor.



EPÍLOGO

Durante años, Don Métricus vivió como los prisioneros del mito de la caverna de Platón:
viendo sombras (gráficas), oyendo ecos (reportes), creyendo que todo eso era la realidad.

Y eso es el efecto Dunning-Kruger en versión ejecutiva: no solo no saber, sino ni siquiera sospechar que podrías estar equivocado…
Porque todo “parece ir bien”.

Hasta que un día, disfrazado y sin querer, vio el fuego detrás de las sombras.
Y entonces entendió que
la seguridad sin humildad es peligrosa, que los datos sin contexto engañan y que la verdad rara vez está en las slides.

Desde entonces, Métricus pregunta más, escucha mejor y acepta respuestas incómodas.

Porque como dijo Sócrates —ese influencer de la sabiduría incómoda—:

“Solo sé que no sé nada.”
Y si eso no cabe en un KPI… mejor.

Pero, ¿y nosotros? ¿Qué hacemos con esta historia que parece sacada de una serie de televisión… y sin embargo ocurre cada día en miles de empresas de todo el mundo?

El efecto Dunning-Kruger no es una enfermedad ajena: es un espejo incómodo. Todos, en algún momento, caemos en la trampa de creer que sabemos más de lo que realmente sabemos. Y cuanto mayor es la responsabilidad, mayor el riesgo de no escuchar, de no mirar, de no dudar.

Pero hay esperanza. La conciencia es el primer paso. Y el humor, la mejor medicina.

Esta historia no es una tragedia. Es una invitación. A bajar del pedestal, a levantar la cabeza del Excel, a mirar a los ojos de quien trabaja contigo y preguntar con sinceridad:
“¿Cómo estás de verdad?”

Porque liderar no va de parecer brillante, sino de ser valiente. Valiente para aceptar la verdad, aunque duela. Para reconocer errores, aunque incomoden. Para escuchar, incluso cuando lo que nos dicen desmonta nuestros argumentos.

Y si alguna vez te descubres confiando demasiado en lo que crees saber… recuerda a Métricus. Y recuerda que lo más sabio no es tener todas las respuestas, sino hacerse buenas preguntas.

Porque al final, si somos capaces de salir de nuestra propia caverna, lo que hay fuera no solo es más real…
también está lleno de luz.