La miopía selectiva y el arte de silbar mirando hacia otro lado.

En el mundo de los equipos, ya sea en el fútbol o en cualquier otra organización, el liderazgo marca la diferencia. Esta temporada lo hemos visto con el FC Barcelona: los mismos jugadores que parecían incapaces de competir con los grandes equipos, de la mano de Flick han recuperado la confianza, la ambición y los resultados. ¿Qué cambió? El entrenador. El mismo talento, el mismo vestuario, pero un liderazgo renovado que supo desbloquear la energía colectiva que estaba dormida.

TEMA SEMANAL ABIERTO

SANTI CULLELL

5/31/20256 min read

En el mundo de los equipos, ya sea en el fútbol o en cualquier otra organización, el liderazgo marca la diferencia. Esta temporada lo hemos visto con el FC Barcelona: los mismos jugadores que parecían incapaces de competir con los grandes equipos, de la mano de Flick han recuperado la confianza, la ambición y los resultados. ¿Qué cambió? El entrenador. El mismo talento, el mismo vestuario, pero un liderazgo renovado que supo desbloquear la energía colectiva que estaba dormida.

Al contrario, bajo la dirección de Xavi Hernández y antes de él, de Ronald Koeman, el equipo estaba atrapado en un círculo vicioso: las dinámicas de trabajo y las decisiones se justificaban para no poner en duda el propio enfoque de sus líderes. Esta actitud refleja perfectamente el fenómeno psicológico conocido como sesgo de confirmación.

El sesgo de confirmación es la tendencia humana a buscar y aceptar únicamente la información que respalda nuestras creencias previas, descartando o minimizando la que las contradice. Bajo este sesgo, un líder que ha decidido que su planteamiento táctico es el correcto tenderá a interpretar cualquier dato —un gol encajado, una victoria aislada— como confirmación de su plan, aunque la realidad le grite lo contrario. Así, las decisiones injustas o ineficaces se perpetúan, minando la confianza y la moral del equipo.

En el Barça de Koeman y Xavi, este sesgo se tradujo en dinámicas de equipo frágiles, en un ambiente cargado de ansiedad y desmotivación: los jugadores no confiaban en que sus esfuerzos fueran reconocidos, porque la mente de sus líderes ya estaba hecha. La falta de justicia —en decisiones, en oportunidades y en reconocimientos— provocó la fuga de la ilusión colectiva, un fenómeno aún más devastador que la pérdida de talento.

Flick, en cambio, supo mirar más allá de sus propias convicciones. Rompió con ese sesgo para ver lo que realmente necesitaba el equipo: más confianza, más justicia y más sentido de pertenencia. Sus decisiones no se guiaron por la necesidad de tener razón, sino por la convicción de que solo un equipo con la ilusión y la pasión intactas puede triunfar.

Este cambio de mirada nos recuerda que, más allá de las tácticas y las ventas, los líderes tienen un poder inmenso: son capaces de reconstruir la confianza y la ilusión de los suyos o de destruirlas con un simple gesto de indiferencia o de arrogancia. Y es ahí donde se enlaza la historia de Jaime y José que ahora compartiremos. Una historia que, aunque no ocurre en un estadio de fútbol, nos habla exactamente de lo mismo: de cómo la justicia, la valentía y el liderazgo pueden rescatar la esperanza, incluso cuando parece que todo está perdido.

El Cuento del Jardín del Secreto Injusto

Había una vez un jardinero llamado Jaime. No era el mejor vendedor de macetas de la empresa, pero cada día aumentaba sus cifras con constancia y honestidad, sin perder de vista lo que realmente importaba: la belleza viva del jardín. Para él, la venta de macetas era un complemento necesario, pero su verdadera vocación era hacer que cada flor creciera con armonía y amor.

Aquella semana era la más importante del año: el jardín participaba en el prestigioso concurso de flores de Girona, el Temps de Flors. El ambiente estaba cargado de tensión: el propietario de la empresa había cerrado un acuerdo con un proveedor para vender más macetas que nunca en la comarca, poniendo unas expectativas casi imposibles. Jaime lo sabía y, aunque las ventas formaban parte de su trabajo, no podía descuidar su misión esencial: velar para que cada rincón del jardín fuera un reflejo de la belleza y la pasión de todos los que trabajaban allí.

Cuando algunos compañeros tuvieron que coger la baja por ansiedad, Jaime asumió parte de su trabajo con la serenidad de quien entiende que la belleza no se improvisa: se construye paso a paso, con manos generosas y un corazón paciente. Vendía macetas como nunca antes, pero nunca perdió de vista su prioridad: que las flores hablaran por todos.

La víspera del concurso, tras días tan intensos que el cansancio se pegaba a la piel como el rocío de la mañana, Jaime cometió un pequeño error: una de las cincuenta macetas quedó ligeramente tapada por una planta exuberante. Nadie lo notó. Al día siguiente, el jurado pasó y quedó maravillado por la armonía de la exposición. El jardín fue declarado ganador del segundo premio, y las ventas de macetas fueron más que dignas: quizás no tantas como las expectativas más desmedidas del propietario, pero suficientes para cumplir con los compromisos adquiridos y, sobre todo, para demostrar la fuerza de un equipo que había luchado hasta el final.

Sin embargo, cuando llegó el momento de repartir la prima por la victoria, el contable de la empresa decidió que Jaime no la merecía, utilizando como argumento aquel pequeño error, casi invisible, como si pudiera borrar días y días de esfuerzo y dedicación. Fue una decisión tan injusta como miope, un intento de ocultar la luz que Jaime había aportado a todo el proyecto.

Entonces, fue cuando José, el responsable directo de Jaime, demostró lo que significa ser un verdadero líder. Se levantó con la fuerza de quien cree en la justicia, alzando la voz para defender a Jaime con valentía y determinación. No permitió que ese error anecdótico sirviera de excusa para ningunear la entrega de Jaime. Recordó que las normativas contables jamás pueden estar por encima del sentido común, de la justicia ni de la dignidad de quienes hacen posible el éxito colectivo. Y advirtió que ignorar el esfuerzo de Jaime no era solo una injusticia para él, sino un golpe directo a la confianza y a la moral de todos los compañeros que habían visto de cerca su dedicación.

El eco de las palabras de José resonó más allá de las paredes de la empresa. Días después, uno de los miembros del jurado del concurso, enterado de la historia, decidió actuar. Sin buscar aplausos ni reconocimiento, habló públicamente de lo que había visto: que el jardín premiado no solo era un triunfo de flores y colores, sino también de una cultura basada en el respeto y el liderazgo valiente.

En un giro inesperado, aquel miembro del jurado —propietario de una multinacional de plantas con presencia en medio mundo— no solo elogió la labor de Jaime, sino también la integridad y la honestidad de José. Comprendió que, detrás de cada flor cuidada, había un líder que sabía defender a los suyos con la misma delicadeza con que Jaime cuidaba cada hoja. Así, invitó a Jaime a unirse a su equipo y ofreció a José la oportunidad de dirigir su propia multinacional de plantas, confiándole la misión de llevar su cultura de justicia y belleza a todos los rincones del mundo.

Epílogo

La historia de Jaime y José nos enseña que la justicia interna y el reconocimiento no son meros ideales: son la savia que da vida a cualquier equipo. Cuando se ignoran o se minimizan, se inicia un efecto dominó devastador que va mucho más allá de la simple fuga de talento. Lo que realmente se pierde no son solo las personas: se pierde el sentido de pertenencia, la ilusión y la fuerza que convierte a un grupo de profesionales en un proyecto compartido.

Este fenómeno es tan sutil que a menudo no se ve de inmediato, pero sus huellas aparecen pronto: la ansiedad, el burnout, el desánimo generalizado y la caída de la productividad empiezan a corroer la base de la organización. La falta de justicia no solo daña a quien la sufre, sino que contamina el ambiente entero. Es como un fuego invisible que consume la motivación y la esperanza de todos, dejando tras de sí un vacío que no se puede llenar con excusas ni con justificaciones contables.

Por eso, los líderes como José —capaces de ver más allá de las normas y de defender lo que es justo— son esenciales. Porque la justicia no es un gesto simbólico, es el motor que mantiene vivo el compromiso y la ilusión de todos. Y como bien supo ver Flick en el Barça, es la clave para transformar un grupo en un equipo campeón.

Cuando un líder tiene el coraje de romper el sesgo de confirmación, de escuchar con humildad y de valorar la verdad aunque incomode, está haciendo mucho más que tomar decisiones: está cultivando la confianza y el propósito que hace que todo florezca. Como en el jardín de Jaime, donde un pequeño error nunca pudo eclipsar la grandeza de un esfuerzo compartido.

Porque la verdadera fortaleza de cualquier organización no reside en las cifras o en los contratos, sino en la pasión y la justicia que se defienden cada día. Como dijo el poeta

Kahlil Gibran:

"El trabajo es el amor hecho visible."
Que nunca falte ese amor, y que nunca falte quien lo sepa defender.